martes, febrero 14

esta avestruz

Crece mi creencia sobre los esporádicos estados alcohólicos de mi padre y sus dimensiones. Sospecho fuertemente que él quiere (y puede) decirme más cosas que obvia o esconde, quizá por manía ancestral o por formalidad caduca. 

Lo de las trancas pasa cuando papá ve los girasoles a medio florecer en las mañanas de los viernes. Imagínese. Esa debe ser una situación que se presenta poco y siempre con sorpresa.

Es así, a veces, pero hay ocasiones en que el aviso previo se manifiesta dentro de su alcoba: crecen ligeras plantas en las cerraduras de su puertas (cama y baño), gusanos aparecen y salen disparados cuando uno pasa la escoba por entre los zapatos escondidos o comienza una leve lluvia de polen proveniente del techo de madera.

Luego viene lo ya mencionado: como en un acto de luto, los girasoles izan su famélico tallo pero las flores no adquieren el cariz de lo marchito, sino que brillan más que nunca. Enseguida, abre una botella de brandy y lanza predicamentos contra los vientos del sur, aquellos que impulsaron finalmente a su madre, mi abuela ciega, a cometer un homicidio estando dopada. Reniega del periódico tardío, del café mal pasado y de los territorios que perdió en una apuesta, quién sabe hace cuánto tiempo, quién sabe en qué lugar.


El vacío final llega con el llanto. Dondequiera que yo esté ubicado en ese momento en la casa, mi padre me busca y me encuentra con esos ojos legañosos de búho trasnochado. Agita el recipiente de las colillas, da una arcada y se levanta a cortar madera para la chimenea que se consume.