El
día que volvía de viaje la tomó sin el apuro del tiempo. Nadie lo esperaba,
pues llegaba de sorpresa. No había extrañado la ciudad, pero sí la sensación de
ingresar a un lugar ya conocido después de tiempo. Luego de cargar con su
equipaje, enfundarse en un terno que, a la larga, satisfará a su madre,
peinarse un poco y limpiarse la mierda de los zapatos, Javier se montó en su
auto, prendió su radio y miró alrededor antes de partir. El cielo estaba gris, pero
eso es común; la ciudad estaba sucia, pero eso es así desde que Colón nació y
quizá antes; la ropa tendida lucía fea, pero eso parece ser acordado por todos;
los perros son feos y pues bueno, para eso no hay explicación.
Enciende
un cigarro blanco, esos que no tienen filtros color mostaza y que fuman los
escritores para las fotos. Enciende un cigarro blanco, decíamos, un cigarro
marica, como le recordaba su padre cuando tomaba y llegaba a casa pasadas las
tres de la madrugada. Bueno, enciende ese cigarro y arranca el auto con una
mano sobre el volante y la otra ondeando esa “extensión de sus dedos”, como a
él le gustaba llamarlos (expresión nacida de una noche en la que su padre
estaba borracho y Javier también; porque cuando Javier está borracho no
golpea, ni grita, ni hace el ridículo, sino que se pone poeta, más poeta de lo
que tontamente es)
por JACSON POLLOCK |
Cuando
está cerca de la Costa Verde, una llanta pasa por un bache y Javier no dice
carajo ni esas mariconadas ni nada parecido. Javier dice la reputamadre con
esta ciudad de mierda, así, con todas sus letritas contaditas. Un ratito
después, ahí nomás, gracias a la radio Javier recordó el terremoto de ayer que
hubo en la ciudad y entonces asoció el bache al terremoto y ay ojalá que a mamá
no le haya pasado nada, ni tampoco a los abuelos que viven en un recoveco que
hasta las cucarachas podrían tumbar si supieran soplar.
Entonces se mete a esa entrada escondida por la maleza que le ahorra un culo de tiempo. Javier vino pensando en el avión que la tomaría y estar ahí ahora pues es más de lo que esperaba porque parece que la estuviera redescubriendo con cada movimiento de la llanta, con cada sensación de su mano en el volante de cuero. Baja la rampa y, mientras lo hace, mira hacia atrás, a todo el trayecto que se ha ahorrado, a todo lo que ha dejado. Entonces se ríe un poco y enciende otro cigarro porque el otro se le escapó de las manos cuando pasó por ese bache de la re mil putas, pero ojalá que las cucarachas no hayan aprendido a soplar.